Hace tiempo hablé con una chica a la que llamaremos Ana. Ana es cristiana desde hace varios años y ama a Dios con todo su corazón. Ella tiene un novio maravilloso; está convencida de que Dios lo ha puesto en su camino y lo considera el amor de su vida, sin embargo, ambos se apresuraron en la relación e iniciaron su vida sexual. A pesar de ello, ella desea casarse y servir a Dios junto a él, pero teme llevar a su matrimonio un oscuro secreto que alberga en su corazón, un hábito con el que lucha y que la está consumiendo:
“…Aún no sé qué pasa conmigo, pero siento que hay algo en mí que domina mi vida sexual, a tal punto de querer acostarme y entregar mi cuerpo al chico que sea; de hecho, le he sido infiel a mi novio ya cuatro veces y eso me está matando (…) No sé qué hacer, siento que ya toqué fondo; deseo renunciar a esto que me domina y sentirme libre. No quiero seguir siendo ese tipo de mujer que se acuesta con cualquiera”.
La inmoralidad sexual es una de las tentaciones más fuertes que enfrenta el ser humano, tanto así que cuando la Biblia nos habla al respecto, sólo recomienda una cosa: HUIR; por lo que el primer error que solemos cometer ante la tentación de índole sexual es creer que debemos luchar contra ella o que podemos controlarla. 1 Corintios 6:18 (NTV) lo establece claramente “¡Huyan del pecado sexual! Ningún otro pecado afecta tanto el cuerpo como este, porque la inmoralidad sexual es un pecado contra el propio cuerpo”.
Otros ejemplos claros los vemos cuando el apóstol Pablo le dice a Timoteo que “huya de las pasiones juveniles” (2 Timoteo 2:22); cuando en Proverbios 5:8 se recomienda “alejarse” de la mujer adúltera, al punto de “ni siquiera acercarse a la puerta de su casa”; y el caso más citado, el de José y la esposa de Potifar: “lo agarró de la ropa y le exigió: —¡Acuéstate conmigo! Pero José prefirió que le arrebatara la ropa, y salió corriendo de la casa” (Génesis 39:12, TLA).
Es importante entender que somos tentadas desde los deseos impropios que alberga nuestro corazón. Ante esto, la palabra de Dios también nos enseña una verdad irrefutable: cuando Jesús te libera, quedas realmente libre de toda opresión, una vez y para siempre.
«Así que, si el Hijo los hace libres, ustedes serán verdaderamente libres», Juan 8:36 (DHH).
Para que esto se haga tangible en tu vida, sólo necesitas:
- Un corazón que así lo crea, es decir, fe.
- Arrepentimiento 100 % genuino, no remordimiento.
- Plena disposición al cambio.
- Hacer tu parte, es decir, apartarte de lo que te incita y desechar toda conducta pecaminosa.
Estos elementos los podemos observar cada vez que Jesús sanaba. Si lees detalladamente la Biblia, notarás que siempre había alguien que creía con todo el corazón que lo haría, arrepentimiento genuino y disposición. Por último, no faltaba la advertencia de Jesús: “vete y no peques más”.
Si hasta el sol de hoy, en tu vida como cristiana no has experimentado esta libertad plena de la que te hablo, no es porque Jesús no te ame, no desee liberarte o Dios no escuche tus oraciones, más bien es porque hay un paso de la ecuación que está faltando.
Entonces, ¿qué estoy haciendo mal?
Lo que por lo general suele fallarnos primero, es la fe. Así nos encontramos orando por lo mismo –y de forma automática– cada día; sin expectativas y con un corazón resignado, porque son tantas las veces que hemos fallado en la misma área, que –aunque nos recordemos lo que dice la Biblia al respecto o mentalmente sepamos y creamos que Jesús lo hace– el corazón se ha acostumbrado a no esperar cambios.
La fe no es una condición mental.
En segunda instancia, solemos confundir nuestro remordimiento o sentimientos de culpa con el arrepentimiento. Verás, sentimos remordimiento y culpa cuando sabemos que lo que hacemos está mal, nos perjudica y no le agrada a Dios, pero hasta ahí. A pesar de ello, nos sigue generando placer o “gustando” el pecado que practicamos y cuando lo hacemos; es decir, no es algo que aborrezcamos en sí, sino que nuestro conflicto es moral. En cambio, el arrepentimiento genuino es esa tristeza profunda o dolor que experimentamos no por lo que hicimos en sí –sea bueno e intencional o no–, sino por la consciencia de haber lastimado el corazón de Dios y por ende, el reconocimiento inmediato de nuestra condición.
«Pues la clase de tristeza que Dios desea que suframos nos aleja del pecado y trae como resultado salvación. No hay que lamentarse por esa clase de tristeza; pero la tristeza del mundo, a la cual le falta arrepentimiento, resulta en muerte espiritual», 2 Corintios 7:10 (NTV).
Cuando el arrepentimiento es genuino, el perdón y la liberación son inmediatas. Un claro ejemplo de esta verdad es el ladrón que fue crucificado junto a Jesús, aquél que se arrepintió y reconoció su condición; puedes leerlo en Lucas 23:40-43.
Por último, nos falla la disposición o voluntad cuando a pesar de tener conocimiento de nuestras fallas, del daño que nos hace y cómo nos aleja de Dios, nos resistimos al cambio por miedo. Miedo de perder algo a lo que nos aferramos, de que nos duela el proceso, de lo que Dios vaya a hacer en nosotras y su forma de hacerlo, en fin… miedo a lo que desconocemos, aunque sepamos que los planes de Dios siempre serán mejor que los nuestros.
Cuando no hay disposición, el pecado te estanca.
Como verás, todas estas condiciones responden a asuntos inconclusos de nuestro corazón, no de Dios. “Luego añadió: —Lo que sale de la persona es lo que la contamina. Porque de adentro, del corazón humano, salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, el engaño, el libertinaje, la envidia, la calumnia, la arrogancia y la necedad. Todos estos males vienen de adentro y contaminan a la persona”; Marcos 7:20-23 (NVI).
Si sientes la promiscuidad como un impulso que te domina y te lleva a intimar sexualmente con facilidad, más que sólo hacerle frente a la tentación, puede que haya influencias espirituales en tu vida de las que necesitas ser liberada. Sin embargo, no ¡te asustes con esto! Recuerda que la Biblia nos enseña que la liberación “es el pan de los hijos”, es decir, algo que necesitamos de continuo. Esto es porque, aunque el Espíritu Santo de Dios vino a vivir en nosotras, todavía en nuestra alma y en nuestro cuerpo pueden existir influencias del pasado (propio o familiar), y a fin de que el Espíritu Santo pueda obrar a plenitud, tenemos que limpiar la casa.
Te explico todo esto para que puedas examinar tu corazón y pedir dirección a Dios con el fin de poder entender el trasfondo espiritual de tu situación actual.
Si hasta hoy la promiscuidad ha dominado tus impulsos en tu caminar con Dios:
- Lo primordial y urgente es que cultives a como dé lugar tu vida espiritual; tu vida depende de ello. No des pie a distracciones; busca la presencia de Dios al máximo, lee más la Biblia, ora al respecto, presta atención a lo que Dios desea hablarte… Como dice Mateo 26:41 (NVI): “Estén alerta y oren para que no caigan en tentación. El espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil”.
- Busca ayuda. Encuentra a una persona de tu congregación, con liderazgo activo, que ESTRICTAMENTE sea mujer –es muy importante este punto–. Puede ser tu pastora, una pastora de jóvenes, o una mentora. Procura que se trate de alguien que esté firme en los caminos de Dios, es decir, que dé testimonio, esté al servicio, sea prudente, en fin, una genuina mujer de Dios; alguien a quien puedas acercarte, abrirte y pueda ser tu guía durante el proceso que atraviesas porque necesitas apoyo, guía espiritual y alguien a quien poder rendir cuentas de tus actos. Ante todo, pídele dirección a Dios para que te lleve a acudir a la persona adecuada.
«Confiésense los pecados unos a otros y oren los unos por los otros, para que sean sanados. La oración ferviente de una persona justa tiene mucho poder y da resultados maravillosos», Santiago 5:16 (NTV).
Eso sí ¡nada de acudir a simples amigas!, mucho menos a tu pareja –si la tienes–. Cuando luchas con la promiscuidad estando en una relación sentimental con un chico cristiano (como es el caso de Ana, la chica de nuestra historia); aunque sea difícil, es necesario entender que ambos –tú y tu pareja– necesitan recuperar su relación con Dios, ser procesados y restaurados individualmente, dado que son procesos de carácter personal.
- A las chicas que luchan con la promiscuidad mientras mantienen una relación de noviazgo: Si tu caso se asemeja al de Ana, debes entender que como parte del proceso que atraviesas, Dios mismo delimitará el rumbo que tomará tu relación y lo que deberás hacer al respecto. Mientras trabajas en tu vida espiritual y proceso, lo más prudente que deben hacer es tomar distancia, o bien, evitar pasar demasiado tiempo juntos y salir o quedarse solos; si esto pasara sin premeditación alguna, HUIR (por separado) sin pensarlo mucho. Sé que suena duro, pero hablemos claro: si les ha resultado imposible contenerse hasta ahora, lo mejor es evitar cualquier panorama donde intimar sexualmente entre ustedes se les haga sencillo. ¿La razón? Ten en cuenta que ambos son hijos de Dios, por lo que no sólo estarían fallando, sino que estarían siendo de tropiezo el uno para el otro, porque cuando uno intente ser fuerte, el otro no lo será. (Lee Mateo 18:6).
Dios te ama de manera incalculable. Si hay alguien más interesado que tú por sacarte de la situación en la que te encuentras es Él, tanto así que invirtió la vida de su hijo en ti, y aunque su gracia y perdón estarán siempre a tu acceso, debemos entender que como creyentes e hijas de Dios, debemos hacer lo que nos corresponde, tomar decisiones y acciones que nos encaminen hacia su propósito, voluntad y le den luz verde para penetrar en esas áreas de nuestra vida donde su luz no ha llegado aún.