Cuando leí este artículo publicado en Upsol me sentí tan identificada. Soy de las que piensa que para una familia el orden establecido por Dios siempre será, primero tu esposo, luego tus hijos. No soporto oír frases de mujeres casadas: «Mi hijo es mi único amor», «Yo amo más a mi hijo que a mi esposo». Si ya estás empezando a incomodarte por lo que estoy comentando, mejor léelo completo y te darás cuenta de lo que hablo.
La investigadora Danielle Teller afirma que la paternidad se ha convertido en una nueva religión. Y “al igual que con muchas otras religiones, ésta requiere de una completa devoción irreflexiva por parte de sus practicantes”. No se permite que nada en la vida sea más importante que los hijos, y nunca debemos decir ninguna palabra desleal acerca de la relación que tenemos con ellos.
Esto no siempre fue así, sin embargo.
Para ello basta con leer el ensayo de Ayelet Waldman en el New York Times, en el que sostenía que ella amaba a su marido más que a sus hijos, y que a la larga esto había tenido un impacto positivo en su familia porque los niños crecían en un ambiente sólido gracias a la seguridad que se establecía sobre la relación de sus padres. El ensayo no fue bien recibido, sin embargo, no sólo fue abucheada en Estados Unidos por ser una mala madre, sino que también fue amenazada físicamente por extraños y muchas personas le dijeron que la iban a denunciar a Servicios de Protección Infantil.
No es así como una sociedad civilizada lleva a cabo una discusión con la mente abierta: así es como una religión persigue a un hereje. Esta es la argumentación de Danielle Teller:
Los orígenes de la religión de la paternidad son oscuros, pero una de sus primeras manifestaciones pudieron haber sido los carteles de “bebé a bordo” que se hicieron populares a mediados de la década de 1980. Nadie hubiera puesto un cartel en un auto si la sociedad ya no hubiera comprendido de antemano, que la vida de un ser humano alcanza su máximo valor en el nacimiento y que luego este valor disminuye con el paso de los años. Un niño es casi tan valioso como un bebé, pero un adolescente ya no tanto, y para cuando el bebé cumpla cincuenta, parece que a nadie le importa mucho si alguien se estrella contra su auto. No se ve una gran cantidad de vehículos con letreros que digan, “contador de mediana edad a bordo.”
Otra señal de la religión de la paternidad, es que se ha vuelto totalmente inaceptable en nuestra cultura decir algo malo sobre nuestros hijos y, mucho menos, admitir que no nos gustan todo el tiempo. Se nos permite decir cosas malas acerca de nuestros cónyuges, de nuestros padres, nuestros tíos y tías, pero intenta decir, “mi hijo no tiene muchos amigos, porque es una persona muy desagradable,” y ve lo rápido que te sacan de la Asociación de Padres.
Cuando las personas deciden tener hijos, juegan una lotería. Los niños tienen el mismo espectro de características positivas y negativas que los adultos, y las personalidades de algunos niños no están acordes a las de sus padres. La naturaleza ha protegido a los niños contra tal circunstancia al dotarlos con una ternura irresistible desde el principio, y asegurándose de que el vínculo entre los padres y sus hijos sea lo suficientemente fuerte como para evitar que nuestros antepasados cavernícolas empujaran a sus hijos a un banco de nieve cuando se portaban mal. Por mucho que los padres amen a sus hijos y tengan sus mejores intereses en el corazón, no siempre les gustan como son. Ese tipo en la oficina, el cual todos piensan que es un idiota, fue un niño en otro tiempo, y hay una gran posibilidad de que sus padres también se dieran cuenta de que podía ser un idiota. Ellos simplemente no tenían permitido decirlo.
Por supuesto, la blasfemia de Ayelet Waldman no fue admitir que sus hijos no eran maravillosos, sino decir que ella amaba más a su marido que a ellos. Esto entra en la categoría de “tú no has de tener otros dioses antes de mí”. Al igual que con muchos crímenes religiosos, el juicio no se aplica de forma homogénea en los dos sexos. Las madres deben dedicarse a sus hijos por encima de cualquier persona o cualquier otra cosa, pero muchas mujeres se sentirían ofendidas si sus maridos les dijeran: “eres bastante increíble, pero mi amor por ti nunca va ser superado por el amor que siento por nuestro hijo. ”
Hay beneficios indudables que vienen de elevar la paternidad a la condición de una religión, pero hay riesgos evidentes también. Los padres que no se sienten libres de expresar sus sentimientos con honestidad tienen menos probabilidades de resolver los problemas en casa. Los niños que son criados para creer que son el centro del universo sufren momentos difíciles cuando su condición especial se erosiona al acercarse a la edad adulta. Lo más preocupante de todo, es que las parejas que llevan vidas completamente centradas en torno a los niños pueden perder el contacto entre ellos, hasta el punto en que no tienen nada que decirse el uno al otro cuando los niños se van de la casa.
En el siglo 21, la mayoría de los estadounidenses se casan por amor. Elegimos parejas que esperamos sean nuestras almas gemelas para toda la vida. Cuando llegan los hijos, creemos que podemos pulsar pausa en la historia de nuestra alma gemela, porque la paternidad se ha convertido en nuestra nueva prioridad y religión. Criamos a nuestros hijos lo mejor que podemos, y sabemos que hemos tenido éxito si ellos nos abandonan, salen al mundo y encuentran una pareja con la que tener sus propios hijos. Una vez que nuestros dioses nos han abandonado, tratamos de recoger los pedazos de nuestro matrimonio que han sido descuidados durante mucho tiempo y tratamos de encontrar un nuevo propósito.
¿Es entonces sorprendente que las tasas de divorcio estén aumentando más rápido en aquellos nidos vacíos? Tal vez es hora de que reevaluemos la religión de la paternidad y que lo pensemos dos veces antes de unirnos a ella.