Amelia era como una niña escondida en el cuerpo de una joven de veintitantos, enamorada del amor, de esas que aún cree en Peter Pan, en príncipes azules, en besos sublimes bajo la lluvia, en la utopía donde la entrega sin reservas va de la mano con el amor que lleva un «para siempre» como apellido; ella era de esas chicas que no se permiten madurar ni ser realistas porque piensan que la incapacidad de soñar y disfrutar inocentemente de la vida, desde lo más imperceptible ante los ojos de la razón, es un daño colateral e irremediable de la adultez.
Franco, por su parte, era un soñador genuino, uno de esos pocos que no sucumben ante el destino desalentador que el mundo promete; de esos en quien la crueldad de la vida, aunque dejó huellas profundas, no logró apagar la llama de su pasión. Su rostro ˗de aparentes dieciocho˗ iba a la par con ese toque de irreverente carisma que le caracterizaba.
Franco contaba con un corazón dócil, pero muy maltratado; de coraza tan fuerte que la delgada línea entre sus convicciones y su orgullo raramente se divisaba. Lo cierto es que era ya de veintitantos, con una lista de anhelos y sueños que guardaba en su bolsillo izquierdo; el mismo donde se había guardado ese papelito arrugado con la lista de procesos pendientes que traía a cuestas, y que no tardarían en materializarse.
Aunque el destino le deparaba a Amelia encontrarse con Franco, su peor error fue confundir «destino» con «propósito»…
Y tú, ¿cómo crees que sigue esta historia?
En algún momento determinado de nuestra vida, muchas hemos sido como Amelia: caminando en la inocencia, confiadas, no previsivas, soñando con ese hombre perfecto que llegará, se enamorará perdidamente de nosotras y comprenderá que su vida jamás había tenido sentido hasta el momento en que nos vieron por primera vez; un príncipe que estará dispuesto a mover el mundo entero sólo por permanecer a nuestro lado y hacernos feliz.
Esta idealización del amor que desde niñas vemos en cuentos, películas, novelas, y pare de contar, no es más que una verdad a medias; y digo “a medias” porque ciertamente toda mujer en manos de Dios es una joya escondida a la espera de ser descubierta por su digno merecedor, pero también es cierto que todo tesoro debe ser resguardado de quienes lo ambicionan. Amelia era una valiosa joya, sin embargo, su primer error siempre fue adjudicar su propio valor a los brazos que, alegando necesitarla, la invitaran a soñar.
No te subestimes
No serás capaz de identificar a la persona correcta para compartir tu vida ni esperar por ella si aún no has entendido el valor que tienes como mujer, es decir, tu verdadera identidad. Esta identidad no puede estar fundamentada en tu aspecto físico, en tu clase social, en tu estabilidad o necesidad financiera, ni en tus capacidades y méritos obtenidos en el ámbito académico y/o profesional; en pocas palabras, lo efímero no puede definirte.
Empieza por descubrir quién eres en Dios, lo que Él dice de ti, lo que ha preparado para ti y lo que mereces. Preocúpate más que por hacer lo correcto, por empezar a ser la persona correcta en Él; entonces descubrirás tu verdadero valor e identidad, definirás lo que indefectiblemente esperas de la persona que quiera enamorarte y aprenderás a no conformarte con un pseudo amor de migajas.
Si quieres saber cómo continúa la historia de Amelia y Franco, no dejes de leer el próximo post: El “Amor” que más se vende (II).