¿Has escuchando alguna vez esta frase? En mi país (Chile) la utilizamos mucho entre amigas, con ella queremos decir que a pesar de cualquier imprevisto que pueda ocurrir, incluso vergonzoso, lo debemos enfrentar siempre con la frente en alto.
La palabra dignidad no es muy utilizada, al contrario, es parte de la ética o es una característica que le atribuimos a Dios. Claro está que es algo un poco más profundo para solamente sortear de buena manera una situación imprevista.
Teóricamente es algo así, «…remite al valor único, insustituible e intransferible de toda persona humana, con independencia de su situación económica y social, de la edad, del sexo, de la religión, etcétera, y al respeto absoluto que ella merece». Scielo; D. Michelini, 2010.
Nuestra dignidad tiene que ver con nuestra esencia, con nuestro valor y para las que creemos en Dios, con lo que Él puso en nuestra vida y que nos hace únicas, especiales y sobre todo, ¡valiosas! Toda esta introducción no tiene otro objetivo más que nos preguntemos si realmente estamos considerando nuestra dignidad (nuestro valor), como un elemento a tomar en cuenta cuando debemos tomar algunas decisiones.
Decisiones como el valor que otorgamos a la voz de nuestro entorno, a los riesgos que somos capaces de correr para lograr algún objetivo o a la manera en que tratamos de incluirnos en la sociedad, intentando agradar a otros, incluso cambiando u omitiendo información para que nuestra «imagen» sea «perfecta», para que “otros”, subjetivamente, nos otorguen un valor y así lograr ser aceptadas, conseguir popularidad e incluso, poder.
Intentar agradar a otro, poniendo en juego nuestra esencia, no es una buena jugada. Todas sabemos que tenemos un valor, no por lo que poseemos, proyectamos o por lo que otros dicen, sino que nuestro valor nace a partir de nuestra calidad humana, e incluso desde más profundo, del valor que Dios nos dio al aparecer en nuestra vida.
Existen valores y principios, como el respeto, el amor al prójimo, la compasión, la lealtad, la fidelidad, la honestidad, entre otros, que aunque hoy, para muchos sean conceptos retrógrados, se ven puestos en riesgo cuando queremos lograr ser aceptadas o integradas en un ambiente que muchas veces no comparte nuestras mismas bases.
Si las personas que hoy te rodean, te exigen que cambies o dejes a un lado tus convicciones, puedes estar segura que el futuro de esas relaciones no será bueno. El valor que estas personas pongan sobre ti debería estar puesto específicamente en lo contrario, en tu esencia, tras conocer quien realmente eres y no intentar cambiar lo que, por tiempo, Dios y tú han logrado construir.
Nuestra dignidad no se mide, en cuánta experiencia en relaciones amorosas tenemos, por cuán «a la moda» podamos estar o por cuántas personas dañamos con el fin de lograr nuestro objetivo. Nuestro valor, en ningún aspecto, se puede medir con base en el conocimiento que hemos podido adquirir, o por lo que otros opinan de nosotras. Como te decía antes, tu valor está tan solo en el hecho de ser mujer e hija Dios, una creación perfecta a su imagen y semejanza.
Si nos enfocamos en agradar a Dios y en ser cada vez mejores réplicas de su amor, bondad, fidelidad y todos los atributos que Él desea que desarrollemos, estoy segura de que no necesitaremos de otras voces que nos otorguen valor.
Cuando estamos seguras de que Dios nos amó y nos eligió no por nuestros méritos, sino por su voluntad, nuestra identidad de hijas comienza a crecer y ya no necesitamos transar nuestros valores o poner en riesgo nuestra integridad para agradar a otros, al contrario, logramos ser capaces de contagiarlos de nuestra esperanza y felicidad de vivir cada día, sin importar las circunstancias, porque tenemos a un padre que es SUFICIENTE para cubrir todas nuestras necesidades y recordarnos cuán valiosas somos.
Nunca olvides que Dios ya tiene lista la mejor versión de ti misma, solo aguarda por ser encontrada.
Escrito por: Keila Vera.