Sí, no es exactamente la crisis de la mediana edad, pero en mi defensa diré que es más común de lo que se cree. Este número, tan a mitad de camino, tan crucial, tan enigmático, es más transcendental de lo que se cree. No lo digo yo, lo dice la psicología.
Soplas esa velita y te vienen un sinfín de preguntas: ¿qué he hecho con mi vida?, ¿qué haré en los próximos cinco años?, ¿será que todavía tengo chance de cambiar de profesión?, ¿qué tal si me cambio de trabajo?, ¿habré logrado lo suficiente?, ¿es muy tarde para comenzar de nuevo?
Ya no eres una veinteañera universitaria, pero tampoco pisas los 30. Estás justo en el último aliento de tu vida como la conocías –ok, ahora sí exageré un poco, jajaja–. Lo que quiero decir es que en esta edad se vive entre la nostalgia del pasado, la inseguridad del presente y la incertidumbre del futuro.
Ponte a pensar: en una misma conversación con tus padres, amigos y familiares escuchas un “todavía estás joven” o un “estás en la flor de la vida” y luego –cuando tocan algún tema neurálgico como el matrimonio, la familia y todas esas cosas en las que se supone debes tener tan siquiera una idea de qué hacer– te sueltan un despiadado “cuidado y se te pasa el tren”.
Entonces empieza el vértigo. Sientes que toda decisión que tomes repercutirá en los próximos 50 años. También sientes que ya no puedes posponer ciertas decisiones ni mucho menos dejar tus sueños para después. Y surge la pregunta: ¿cuáles son mis sueños? ¿cuáles?… ¡Lo sé, es agotador!
Tus prioridades empiezan a cambiar y sientes la malvada tentación de evaluar tu éxito en esta vida por el trabajo que tienes, por tu estado civil y por las pocas o muchas cosas que hayas adquirido (y créeme a esta edad con la recesión y la crisis mundial es muy probable que no sean tantas). Así que por muy seductora que parezca la idea no te compares con Mark Zuckerberg, sí, él se hizo multimillonario a los 19 años, pero esa no es la regla para la mayoría de los mortales.
Todo esto sin contar los cambios físicos que, aunque disimulados, están allí. Así que empiezas a evaluar un poco más qué comes y qué no. Y de repente, sin nunca antes haberlo hecho, te ves husmeando en el pasillo de las cremas y ungüentos.
Tu idea de un fin de semana feliz empieza a ser más relajada y para tus ratos libres suena más seductor unas horas en casa viendo películas o comiendo un par de pizzas (bueno, mejor solo dos lonjas y ya). Y la velada perfecta incluye a a tus amigos, pero si no están –porque tienen un horario de trabajo aún más complicado que el tuyo– igual sigue siendo buen plan.
¿Suena apocalíptico? Sí, pero no lo es tanto. La verdad es que al poco tiempo todo este monólogo interno empieza a disminuir en cuanto a dilemas y preguntas existenciales –o bueno, por lo menos, ya no serán las mismos cuestionamientos–. Es solo una fase de cambios y, querida amiga, los cambios siempre traen resistencia. Siempre.
Salomón, que sabía muy bien lo que era tener crisis existenciales, dijo en Eclesiastés 5:19-20: “Disfrutar del trabajo y aceptar lo que depara la vida son verdaderos regalos de Dios. A esas personas Dios las mantiene tan ocupadas en disfrutar de la vida que no pasan tiempo rumiando el pasado”.
No podemos tener el control de todo lo que ocurrirá en nuestras vidas, tampoco estamos vacunados contra los errores. De hecho, posiblemente en diez años, nos daremos cuenta que no valía la pena mortificarnos tanto por algunas cosas, pues efectivamente, por mucho que las planeáramos, no se dieron como las esperábamos. El truco está en reconocer que hay circunstancias que se saldrán de nuestro control y muchas veces esto será lo mejor. La promesa es esta: “A los hijos de Dios todas las cosas les sirven para bien”.
Así que keep calm and… disfruta tus últimos tus veintidale.