Saliendo del salón de belleza, después de una larga sesión entre depilación facial, hidratación para el afro y el respectivo corte de puntas, me vi al espejo y con mi mejor sonrisa me despedí de mi tan querida estilista. Al abrir la puerta, –con esa sensación de mujer saliendo bien atendida y complacida de una peluquería, con esa cara que dice “de aquí a comerme el mundo”– una niña de aproximadamente unos 6 años, me miró, miró a su mamá y dijo: “¡Uy!”
¡Jajajajajajaja! No pude evitar reírme y reírme. Es que no hay nada más claro que un niño siendo espontáneo. Ni me detuve a preguntarle el porqué de su “¡Uy!” jajaja. Fue evidente que mi afro no le gustó.
Era una niña con un cabello rizado hermoso; le llegaba poco más abajo de sus hombros. Luego de unas horas en el centro comercial, volví a verla, pasó por mi lado sin decir ni una palabra, claro, luego de ver a su mamá con esa mirada de “¡Cuidadito dices algo!”. Me sorprendí al ver su cabello, alisado casi le llegaba a su cintura, con ese brillo que deja la plancha y las mágicas gotas. Sin duda lucía muy linda, pero me hizo pensar en lo importante que es enseñarle a los niños a disfrutar lo natural, disfrutar de eso que Dios nos regaló en esa carga genética. Enseñarles a estar bien con lo que son. Si cuando sean grandes deciden cambiar o alterar sus cabellos (y tantas otras cosas), pues que sea porque ellos lo decidieron, no porque no le reforzamos lo hermoso que lucen y lo valioso que son siendo ellos.
Les cuento que de niña mi mamá no me peinaba, de hecho, por años, mantuvo mi cabello muy corto. Acá cuentan con la evidencia, jajaja. De niña ni sabía que andaba despeinada por la vida. Me sentía bien, feliz, complacida. Pero cuando fui creciendo eso cambió, un poco de eso comenté en la entrada anterior, así que por años oculté mis fotos, ¿cómo era posible que mi mamá no se dedicara a peinarme? Mis amigas en sus fotografías lucían hermosos lazos, cabellos largos, rizados o lisos, pero se veía el esfuerzo de las mamás. Sobreviví a la niñez y a la adolescencia, jajajaja, y muy insólitamente no sufrí el actual bullying por mi pequeño afro, ni por las greñas sueltas. Hoy veo las fotografías y me digo “tanto que las oculté y hoy luzco igual”, jajaja.
Todo esto me lleva a tomar un comentario de una fiel entaconada en mi nota anterior: “De pequeñas somos princesas y muchas olvidamos ese detalle, menospreciamos lo que somos y volvernos adueñar de ese título de princesa requiere coraje” y es totalmente cierto. Aceptarnos como somos es tanto un respeto para Dios como para nostras mismas. Y no digo que no nos esforcemos por lucir mejor, por vernos diferentes en oportunidades, solo digo que nos amemos, tal como a Dios se le ocurrió el diseño, llevamos su firma, y en cuanto a diseñadores, pintores, escultores, ilustradores y demás afines, Él es el Gran Maestro por excelencia.